lunes, 7 de mayo de 2012

Jamila Medina: furnia y furia


  Por Frank D. Frías

Dueña de una poesía hermética y barroca, Jamila Medina era aún muy joven cuando se publicó su cuaderno Huecos de araña, y me preguntaba luego de tres años qué había sido de aquella escritora, para después terminar cuestionándome como sería su nueva poesía. Así que la invite a mi espacio Martes de Letras, esta entrevista es uno de los resultados de esa invitación. Jamila llevaba algunos manuscritos y una libreta de versos, que insistió en llamar su libro de producción independiente. Tenía la mirada, por momentos, inestable y hueca, gestos cortantes, casi espasmódicos; me dije quiero leer o escuchar sus últimos poemas, quizá ahora Jamila tenga algo nuevo y roto que darnos.


Frank David: Tu poesía está llena de una belleza rara y complicada. Exige a quien la sondea un nivel cultural elevado, y da la sensación (al menos a mí) de estar ante una autora inmersa en un mundo fantástico del cual no quiere o no puede salir. Por otro lado, parecen versos desprendidos de una biblioteca bastante particular. ¿Tienes un método de composición específico? ¿Hay una rutina de trabajo como las tenían Hemingway, Jack London o Truman Capote?

Jamila Medina: No y no. Cada libro de poesía, cada poema, es uno y se compone pues de modo particular. Tengo varios: Huecos de araña, y también los inéditos “Primaveras cortadas”, “Anémona”, “El arte carnal” o “Novios del mediodía” (aún no decido su nombre final ni si comprenderá a varios hombres suicidas). Huecos…, escrito entre 1999 y 2008, alcanzó su forma cuando terminé de estudiar filología y ordené el manojo de poemas que es, a partir de la tensión entre permanencia y huida, entre la raíz (que se piensa en el aire) y el agujero como metáfora de imantación y territorialización, del que se pretende fugar aunque atraiga, más allá de las marcas que nos esclavizan al género, al país, a la lengua, a nuestros amores intelectuales y físicos. “El arte carnal” es fruto de un noviazgo concreto, de las tensiones entre la entrega y la posesión; y está escrito con el pánico que asalta cuando uno escribe de amor en el xxi, en vigilia no tanto contra la imagen amorosa consabida como contra el estereotipo de los roles de género. Si algo se reitera en mi modo de componer “Primaveras…” y “Anémona” es la construcción del libro en torno a una idea. Uno encarna el tema admirable de la muerte prematura (sobre todo de mujeres suicidas, amores y revoluciones abortados): esa que trunca lo que está en plenitud, que deja al cadáver como conservado en los alcoholes del recuerdo y rodea sus páginas de una aureola romántica. Allí la composición sí está entreverada (en la primera y la segunda secciones) con el mito y la historia, con la literatura de ciertos autores y la biografía de ciertas primaveras políticas. “Anémona”, inscrito en el agua, propone más bien un giro en la escritura: aceptar la productividad de una mirada femenina y de una palabra preferiblemente andrógina; hablar más desde el goce y menos desde la muerte (aunque es difícil si uno sabe lo ligados que están), más desde los archipiélagos y menos desde la isla; asumir el yo como anémona, tentáculo que busca en la noche algo que asir –e incluso hongo, espora–, ya no más o ya no tanto como armadillo, como defendiéndose...
         
Sin embargo, tengo miedo del libro-tesis (retórico, planificado, vacío de intensidad), que creo que se presenta cuando uno gana conciencia de literato y pierde la pulsión de lo vital: eso que despierta la escritura en cualquier sitio, de modo que hay que anotarlo rápido para que no escape. De esas materias, tengo aún otro libro en ciernes, que agrupa sensaciones y reminiscencias casi extraviadas, brevedades que no me gustaría perder. Pero eso es ya poesía pendiente…

FD: Hay una tendencia en algunos poetas a no explicar su poesía, he comprobado que en muchos casos es una manera de salvarse y una ventaja que no poseen los autores de otros géneros. Escuché a una entendida del tema decir que hacerle críticas a un poema es una inmadurez literaria, por otro lado tenemos el famoso análisis de El cuervo, por el propio Edgar Poe. ¿Qué puedes agregar sobre el asunto?

JM: Todo crítico literario necesita creer en la posibilidad de hablar de la escritura, por una simple cuestión de economía, por la pertinencia de su oficio. Si me afiliara a esa terca inefabilidad, se verían encontradas la Jamila que escribe poesía y la otra, que ha escrito sobre Oscar Cruz o Nara Mansur y sobre casi todo Calvert Casey.
De lo que se trata no es de si se puede o no “explicar” un poema. Como todo signo artístico que se traslade a otras palabras, el poema sufre una metamorfosis; ni un grabado (bidimensional, cromático) ni una película (que es imagen, sonido, montaje) ni un ballet (que es música, cuerpos en movimiento, escenografía) ni una novela… son lo que eran sometidos a la “explicación”, diseccionados y desplegados por el discurso. Una crítica literaria es la traducción de un signo o sistema de signos (el texto, de carácter connotativo) a otros signos que buscan explicitar, develar asociaciones, denotar; en ese sentido quien “explica” rompe el delicado equilibrio del sistema poético para escudriñarlo como a una maquinaria de reloj; literalmente lo desarma, y de ahí tal vez el rechazo a ser repasados que has percibido en algunos poetas.
Un poema no suele ser su anécdota, sino una confluencia de gradaciones, analogías y contrastes formales y semánticos. No es solo un texto que “comunica”, sino un anudamiento de ritmos y rimas, tropología y visualidad (del edificio de sus versos). Ver cómo concierta todo eso y reconstruir su sentido (uno o varios de los posibles) no es solo probable, se ha hecho y hace sin cesar. Pero ni todo el mundo proyecta sus poemas a la manera de Edgar Allan Poe ni la crítica literaria consiste en la exclusiva dilucidación de los significados o resortes de un texto, aunque sea de los meticulosamente construidos. Si bien el cuerpo del poema no es sagrado, quien quiera auscultarlo, abrirlo y escrutarlo como en una clase de anatomía debe saber rearmarlo en una (de tantas) interpretación(es). Por ejemplo, no sirve de nada detectar una intertextualidad si no se sabe entender su función en el texto receptor; y a un tiempo, no debe ser la comprensión de la intertextualidad el meollo del poema (como sucede con muchos minicuentos), porque el círculo de sus lectores ideales se reduciría drásticamente. En las laderas de los versos, por muy escarpados que sean, debería haber algunas clavas que permitan escalarlo; si nada suscita la empatía entre el poema y su otro, el autismo deviene ostracismo. Lo deseable es que un texto poético tenga varios niveles de lectura, y que incluso en la superficie sea tremendo.        

FD: No hay duda: Calvert Casey te ha servido de mucho. Pero, aparte de él,  ¿tienes algún escritor como referencia, alguna influencia de la que quieras desprenderte o mantener?

JM: No padezco la angustia de las influencias; las gozo, las vivo lo mejor que puedo. De adolescente, después de Pipa mediaslargas, Konrad…, El Hobbit, Ronja la hija del bandolero, Los niños más encantadores del mundo, El sastre de cuentos, mucho Verne y Enid Blyton, y libros rusos inolvidables como Piloto para vuelos especiales o Los tres de la plaza de los cañones, leía aún más novelas que poesía: casi todo Balzac, García Márquez, Dostoievski, Los Miserables y otras tantos libros de la biblioteca de mi madre. Aunque estilísticamente estuve cerca de la Dulce María Loynaz de Jardín y Poemas sin nombre, cuando era una jovencita impúber, y leía a un tiempo a los poetas surrealistas franceses y a fantásticos cubanos disímiles, como Daína Chaviano y F. Mond. Aunque hace más de una década quedé prendada de la poesía de José Kozer, de la Reina María de Te daré de comer como a los pájaros y (esto es no tan extrañamente casual) de la prosa de En una campana de cristal y corazón cuarteado, de Anaïs Nin, de las digresiones inacabables de Marcel Proust, como de la ironía dolorosa de Pájaro, pincel y tinta china, de Ena Lucía Portela…, y también de El juego de abalorios, de Herman Hesse, o La montaña mágica, de Thomas Mann, de À rebours, de Huysmann, de los cuentos de Katherine Mansfield y Djuna Barnes. Y aunque más tarde me fascinaron libros como El Gran Meaulnes, de Alain Fournier, Superwoobinda, del italiano Aldo Nove, y alguna novela de Douglas Coupland, junto al estilo de cuentos como “Durando”, de Alberto Garrandés, novelas como El viaje de Miguel Collazo (que me hizo buscar todos sus libros), la obra de Ezequiel Vieta (al que le debo una tesis), todo Borges y los ensayos, sobre todo postcríticos, de Nara Araújo… Aunque he vivido esos deslumbres, alternados con el descubrimiento de poesía como la de Baudelaire, Rimbaud, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik, Mariano Brull, Baquero, Lezama, Aimée Césaire; y con el teatro de los clásicos griegos, de la Crueldad y el Absurdo; y el ensayismo de Ortega y Gasset, Mañach, tantos franceses y alemanes como he podido leer –en traducciones… Esto y más, incluidos los autores que conocí en la carrera, y que logré leer con placer,  conforma la madeja en que creo y creo. Todos hablan a través de mí de vez en cuando, y a todos los mando a callar, para seguir siendo. 

FD: ¿Qué aspectos, positivos o negativos no pierdes de vista, teniendo en cuenta que a tu edad cargas con reconocimientos importantes (y quizá más llamadas telefónicas que antes, amigos, invitaciones a lecturas o charlas y por qué no: criterios acertados y los inevitables aduladores) que otros escritores de más experiencia no han merecido?

JM: Lo de veras positivo de esos premios –que sólo son dos y que en gran parte son fruto de la ruleta del azar– ha sido la posibilidad de una publicación expedita. El resto es vida literaria, cierta visibilidad y ganancias de capital real y simbólico…, lo cual, por supuesto, tiene su nuez y su hojarasca. Si tales premios hubieran consistido solamente en lo segundo, nunca lo habría intentado…     

FD: Miguel Barnet dijo recientemente (alguien le preguntó su criterio acerca de la nueva poesía) en el espacio literario que Alpidio Alonso dirige en la librería Ateneo, algo así: “Está vacía. No me gusta la poesía que no me conmueve. Está llena de citas en otros idiomas cuando muchos de esos autores solo hablan español. Para comprender bien a un autor de otra nacionalidad es recomendable leerlo en su propio idioma”. ¿Cuál es tu opinión con respecto a las nuevas tendencias o a los poetas que conoces de tu generación?   

JM: Creo que cada cual (sin importar la generación o lo bien que conoce una cultura, una lengua) elige el lugar de enunciación desde el que quiere escribir, la tradición con la que hacer máquina… Creo que en todas las épocas hay poesía que conmueve y otra que no; y que no a todos nos conmociona lo mismo, aunque estemos de acuerdo sobre Elliot, Kavafis o Vallejo. Creo que hay modos de hacer que pueden dejar fríos a algunos; a mí me interesan los movimientos que no se plantan en lo hollado, sino que tratan de explorar más allá, sean hechos por quien sea. Mis contemporáneos –lo he dicho ya– son plurales; y entre sus búsquedas hay varias que aprecio: las que hablan aun donde el lenguaje no llega, las que entrelazan el cuerpo público y el púbico, los sociolectos de la Revolución y la filosofía al uso con el idiolecto del poeta, la narratividad y el verso, la palabra y su puesta en escena, la vida (con sus sonoridades, vilezas y pancartas actuales) y la literatura, las frases hechas con su desmontaje, la ironía y el divertimento –una liberalidad y un juego que nos venía haciendo falta...  

FD: ¿Crees que con frecuencia la crítica en nuestro país eleva el nombre de un joven autor por encima de su calidad?

JM: La edad siempre se presta a la manipulación. En Cuba, donde la serie de lo político se entrelaza tan frecuentemente con la serie de lo literario, esto ha sucedido a menudo; y en la tenuidad de este cambio de siglo (y de mando), no ya en la Isla, sino en otras geografías (Uruguay, Córdoba, Venezuela, México…), ha habido y hay interés por la publicación de esa que se vende como “joven” o “nueva” poesía cubana. Se apuesta muchas veces por presentar lo joven como novedoso, transgresivo, polémico, revolucionario… Lo hace la crítica y lo hacen quienes enarbolan su poesía frente a la de otras décadas; y esa creencia es y no es cierta. De modo que una antología o una crítica pueden ser una plataforma para discursos que exceden lo literario; y nunca deben ser leídas solamente desde presupuestos estéticos.
Aparte de otras razones pragmáticas que lo puedan mover, creo que un ensayista suele ensalzar lo que le gusta leer, lo que le gustaría escribir, lo que lo estremece o hace meditar. Se dice mucho que la crítica aquí es magra, escueta, poco incisiva, consoladora… Sea la que halla, criticar no es hacer ciencia dura, ni siquiera es un vaticinio meteorológico. La subjetividad es parte de ello, aunque sea imprescindible que el crítico asuma su oficio con responsabilidad y ética, no sólo frente al público y al resto de los críticos y escritores, sino sobre todo frente a la literatura.         

FD: Hay quienes aseguran que la poesía no vende hoy, que ha perdido preferencia. Para este año, 2012, la editorial Extramuros lanzará 23 títulos y solo 3 son poemarios. ¿Tienes alguna idea de lo que ocurre?

JM: El mito de que la poesía no se deja vender (que no llega nunca a convertirse del todo en mercancía) existe desde antaño. Sin embargo, independientemente del poder de convocatoria de la narrativa, creo que hay poesía, sobre todo  amorosa, que sí sigue siendo la preferida de las compras, porque –aunque los autores la utilicemos para muchísimo más– buena parte de los lectores espera que un poema sirva para enamorar, para recordar, para soñar, para conmoverse...
En el caso de la poesía cubana actual, se dice que duerme en las librerías, y que no es rentable seguirla publicando sin responsabilidad. Me parece saludable que, enfrentadas al mundo real, las editoriales cubanas tengan en cuenta sus intereses tanto como los del público y que, sin dejar de lado ningún género ni marginar un tema, manejen el número de ejemplares de cada obra con respecto a su demanda actual. Pero también creo que la crítica y la promoción pueden proyectar lectores más versátiles (y modificar los índices de preferencia al uso), al ampliar sus horizontes de expectativas y enamorar su paladar con frutos más atrevidos… Para eso, los primeros que tienen que ampliar y repensar sus miras son los que deciden los planes editoriales. Asimismo, los editores tienen que editar; o sea, saber asesorar a un autor más que sobre métrica y ortografía, también sobre la concepción general de un libro, sobre lo que es hueso y tendón en él y sobre lo que lo lastra como carne flácida… (esto sin que se interprete que creo en el libro como pensil perfecto y sellado, pues no dejo de disfrutar la escritura como proceso y el libro como accidente en que se acumulan materias de toda índole).      

FD: Isis Leyva, una importante instructora de talleres literarios solía definir la poesía en dos palabras: síntesis y sugerencia. ¿Cómo la definirías tú?

JM: Furnia y furia, es decir, hueco y grito, contención y excreción… Puede ser un silencio, una corriente subterránea, una línea clásica y también una diseminación, un desborde, un géiser, un volcán, una voluta barroca. Es como cuando leo un libro y lo lleno de marcas; ese estado de ánimo no regresa. Y si volviera sobre esas páginas las glosaría de otra forma. Con la poesía como con lo vivo, no creo en fórmulas.

La Habana, 22 de enero de 2012.

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