martes, 8 de mayo de 2012

Uno de mis primeros cuentos


Ana C, 1812 dice Tchaikovski 

por Yadira López Jaramillo

Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada
familia infeliz tiene un motivo especial para
sentirse desgraciada.
Leon Tolstoi,  Ana Karenina

El mundo entero se está quieto mientras pinto de rojo las uñas de mis pies sobre el bidet. Acaba de comprimirse el universo a cuatro paredes y a una puerta con seguro, es un complot (Mantenerme aislada). Madre sabe que gusto del placer del silencio a ciertas horas del día, del gozo que radica en el contacto de mis pies con los mosaicos, la carne revestida de glamour, y el sabor a castaño por la crianza en madera del buen vino.
Hilillos de sangre en mi entrepierna. Soy joven. Disfruto este espasmo de vida, mientras observo las figuras en los mosaicos del baño, ligeramente afectadas por filamentos de lo que una vez fue un óvulo. Mi rostro en el espejo del botiquín. Palpo los senos. Acto rutinario.
Toco los pliegues de mi cara. Ningún hombre está en este lugar para decirme eres bella, ni siquiera el primer novio. O quizás pueda cambiar eso, recordar la voz de Mandy Eres bella, Ana Celia. Engrueso mi voz Eres bella —Tono de hombre—, eres bella. La sangre corre por mis pies Eres bella y joven, Ana Celia.
Enciendo el tocadiscos. Madre nunca entiende la función del tocadiscos en el baño. Alcanzo a escuchar sus gritos de desaprobación pero el 1812 de Tchaikovski puede más que ella. Abro la ducha. Madre chilla, golpea su bastón contra el piso. Suspiro. Acaba de expandirse el mundo,  ni siquiera estoy segura de que la puerta tenga pestillo. Aparto la aguja del disco. Madre deja de golpear las losetas. El premio y el castigo están en mis manos. Tarareo el 1812. En la Unión Soviética  el frío conservaba a la gente. Seguro que A. V. Shchusev sabía esto cuando  Alexei Ivanovich embalsamó el cuerpo de Lenin, y este finalmente reposó en el mausoleo de la Plaza Roja. En plena exhibición para que los rusos lo visitasen, para que yo pasara con mi bolchevique y captara el recordatorio: ese no era el 1924, ya habían pasado sesenta y tres años desde que Shchusev terminara el monumento, sesenta y tres años. Lenin seguía momificado.
1812 de Tchaikovski. Yo en el Palacio de los Congresos tocando un piano de Muzio Clementi. Mi cuerpo untado de grasa animal: conserva el calor, la luz del escenario, la oscuridad de la palestra, el silencio de la gente que escucha cada acorde. Madre sabe de momentos del día en que necesito el silencio; pero no comprende el por qué del tocadiscos. Me mira con piedad y con el bastón señala las partituras. Me siento en el banco. Toco una versión para piano de la ópera Eugenio Oneguín. Madre calla, se acomoda en el sofá de la esquina. Escucha los acordes. Su rostro ya no es visible. El Gran Palacio del Kremlin está ahí y toco en unas de las salas de música para el Soviet Supremo. Piotr Ilich Tchaikovski, excelente, señorita Ana C. Aplauden y continúa alguien del auditorio Sus manos son tersas, Ana C., su cuello es grácil. Los dedos del parlamento acarician el dorso de mi escote, abrochan el cierre de finos collares. Las alfombras del Kremlin y mis uñas clavadas en ellas. Los salones de protocolo, las danzas con orquesta.  
Su interpretación en la sala de conciertos fue de un alto nivel, tiene usted un gran futuro, Ana C. Gracias, señor presidente. 1812 de Tchaikovski, señorita, es de mis preferidas, su adaptación… maravillosa ¿Podría usted hacerme feliz  interpretándolo sólo para mí...?
El vino de la cosecha de 1943  es uno de los mejores.  El presidente prefiere el vodka que traga con pedazos de carne. Yo en cambio tomo el vino del 43 aunque no me quite el frío, disfruto el sabor aterciopelado. El presidente pinta de rojo las uñas de mis pies. Duermo en una cama imperial. Vivo en un palacio con incrustaciones barrocas en el techo y  las columnas...: es Kremlin. La ópera Eugenio Oneguín se escucha en la distancia. Camino por la Plaza Roja, visito el mausoleo de Lenin, y mientras veo el monumento el entorno comienza a parpadear, como en las viejas cintas de películas que hacen combustión. Escucho murmuraciones, ruidos de camiones que no llego a ver y la obertura de Tchaikovski. 1812. Ataques de caballería. El himno francés declina junto a su orgullo. Cañones. Silencio. Hay una silla en el medio de la Plaza, me desplomo sobre ella y muevo los dedos en el aire. Las notas de  Eugenio Oneguín. Odio el silencio porque es vergüenza. El cielo gris de Moscú  huele a leche descremada. Odio el silencio porque es un invento, no existe, cada tarde lo he creado y se lo he exigido a Madre. Se desplaza débil la última nota de Oneguín entre mis dedos  y se disuelve el paisaje, los collares costosos, el gran imperio cae de un día para otro, sólo queda Tchaikovski, su 1812, el invierno.
Tomo las partituras. Escucho en mi mente los acordes de violoncellos. Madre se acerca, apoya por unos segundos su mentón en mi cabeza. Miro el falso techo que cuelga, las paredes abofadas por la humedad, río. Esto no es el Gran Palacio del Kremlin. Madre asiente. Ordeno las partituras. Cierro la tapa del piano y voy hacia el cuarto. Sentada en el piso entre papeles comidos por las trazas leo los apuntes de viejas adaptaciones. Bebo la mitad del Borgoña blanco con Chardonnay. Revuelvo las cajas que guardo en el escaparate. Saco uno de los vestidos de salón, un par de medias panty. Cubro mis ojos de sombra azul y utilizo un pinta labios ya rancio. Camino lentamente hacia la sala. La tela aterciopelada se pega al sudor de mi cuerpo y las pequeñas rasgaduras de las medias en las plantas de mis pies, permiten que pueda disfrutar de la frialdad en las losas del piso. Me siento en la banqueta y junto al piano, busco en las partituras el 1812. Madre mira desde el sofá Eres bella, Ana Celia, eres bella. Y toco mientras la tarde envuelve el resto de las cosas. 

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