Ana C, 1812 dice Tchaikovski
por Yadira López Jaramillo
Todas las familias felices se parecen unas a
otras, pero cada
familia infeliz tiene un motivo especial para
sentirse desgraciada.
Leon Tolstoi, Ana Karenina
El mundo entero se está quieto
mientras pinto de rojo las uñas de mis pies sobre el bidet. Acaba de
comprimirse el universo a cuatro paredes y a una puerta con seguro, es un
complot (Mantenerme aislada). Madre sabe que gusto del placer del silencio a
ciertas horas del día, del gozo que radica en el contacto de mis pies con los
mosaicos, la carne revestida de glamour,
y el sabor a castaño por la crianza en madera del buen vino.

Toco los pliegues de mi cara. Ningún hombre está en este lugar para decirme eres bella, ni siquiera el primer novio. O quizás pueda cambiar eso, recordar la voz de Mandy Eres bella, Ana Celia. Engrueso mi voz Eres bella —Tono de hombre—, eres bella. La sangre corre por mis pies Eres bella y joven, Ana Celia.
Enciendo el tocadiscos. Madre
nunca entiende la función del tocadiscos en el baño. Alcanzo a escuchar sus
gritos de desaprobación pero el 1812 de Tchaikovski puede más que ella. Abro la
ducha. Madre chilla, golpea su bastón contra el piso. Suspiro. Acaba de
expandirse el mundo, ni siquiera estoy segura de que la puerta tenga
pestillo. Aparto la aguja del disco. Madre deja de golpear las losetas. El premio y el castigo están en mis manos.
Tarareo el 1812. En la Unión Soviética el frío conservaba a la gente.
Seguro que A. V. Shchusev sabía esto cuando Alexei Ivanovich embalsamó el
cuerpo de Lenin, y este finalmente reposó en el mausoleo de la Plaza Roja. En
plena exhibición para que los rusos lo visitasen, para que yo pasara con mi bolchevique
y captara el recordatorio: ese no era el 1924, ya habían pasado sesenta y tres
años desde que Shchusev terminara el monumento, sesenta y tres años. Lenin
seguía momificado.
1812 de Tchaikovski. Yo en el Palacio
de los Congresos tocando un piano de Muzio Clementi. Mi cuerpo untado de grasa
animal: conserva el calor, la luz del escenario, la oscuridad de la palestra,
el silencio de la gente que escucha cada acorde. Madre sabe de momentos del día
en que necesito el silencio; pero no comprende el por qué del tocadiscos. Me
mira con piedad y con el bastón señala las partituras. Me siento en el banco.
Toco una versión para piano de la ópera Eugenio Oneguín. Madre calla, se
acomoda en el sofá de la esquina. Escucha los acordes. Su rostro ya no es
visible. El Gran Palacio del Kremlin está ahí y toco en unas de las salas de
música para el Soviet Supremo. Piotr Ilich Tchaikovski, excelente, señorita Ana
C. Aplauden y continúa alguien del auditorio Sus manos son tersas, Ana C., su
cuello es grácil. Los dedos del parlamento acarician el dorso de mi escote,
abrochan el cierre de finos collares. Las alfombras del Kremlin y mis uñas
clavadas en ellas. Los salones de protocolo, las danzas con
orquesta.
Su interpretación en la sala de
conciertos fue de un alto nivel, tiene usted un gran futuro, Ana C. Gracias,
señor presidente. 1812 de Tchaikovski, señorita, es de mis preferidas, su
adaptación… maravillosa ¿Podría usted hacerme feliz interpretándolo sólo
para mí...?
El vino de la cosecha de
1943 es uno de los mejores. El presidente prefiere el vodka que
traga con pedazos de carne. Yo en cambio tomo el vino del 43 aunque no me quite
el frío, disfruto el sabor aterciopelado. El presidente pinta de rojo las uñas
de mis pies. Duermo en una cama imperial. Vivo en un palacio con incrustaciones
barrocas en el techo y las columnas...: es Kremlin. La ópera Eugenio
Oneguín se escucha en la distancia. Camino por la Plaza Roja, visito el
mausoleo de Lenin, y mientras veo el monumento el entorno comienza a parpadear,
como en las viejas cintas de películas que hacen combustión. Escucho
murmuraciones, ruidos de camiones que no llego a ver y la obertura de
Tchaikovski. 1812. Ataques de caballería. El himno francés declina junto a su
orgullo. Cañones. Silencio. Hay una silla en el medio de la Plaza, me desplomo
sobre ella y muevo los dedos en el aire. Las notas de Eugenio Oneguín.
Odio el silencio porque es vergüenza. El cielo gris de Moscú huele a
leche descremada. Odio el silencio porque es un invento, no existe, cada tarde
lo he creado y se lo he exigido a Madre. Se desplaza débil la última nota de
Oneguín entre mis dedos y se
disuelve el paisaje, los collares costosos, el gran imperio cae de un día para
otro, sólo queda Tchaikovski, su 1812, el invierno.
Tomo las partituras. Escucho en mi
mente los acordes de violoncellos. Madre se acerca, apoya por unos segundos su
mentón en mi cabeza. Miro el falso techo que cuelga, las paredes abofadas por
la humedad, río. Esto no es el Gran Palacio del Kremlin. Madre asiente. Ordeno
las partituras. Cierro la tapa del piano y voy hacia el cuarto. Sentada en el
piso entre papeles comidos por las trazas leo los apuntes de viejas
adaptaciones. Bebo la mitad del Borgoña blanco con Chardonnay. Revuelvo las
cajas que guardo en el escaparate. Saco uno de los vestidos de salón, un par de
medias panty. Cubro mis ojos de
sombra azul y utilizo un pinta labios ya rancio. Camino lentamente hacia la
sala. La tela aterciopelada se pega al sudor de mi cuerpo y las pequeñas
rasgaduras de las medias en las plantas de mis pies, permiten que pueda
disfrutar de la frialdad en las losas del piso. Me siento en la banqueta y
junto al piano, busco en las partituras el 1812. Madre mira desde el sofá Eres
bella, Ana Celia, eres bella. Y toco mientras la tarde envuelve el resto de las
cosas.
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