jueves, 19 de enero de 2012

La comezón del séptimo año

Por Frank D. Frías


Recientemente pasaron en el cine Charles Chaplin un ciclo de películas de las décadas de los cincuentas y los sesentas. Me llegué y al dar con la cartelera estuve un tanto escéptico al ver que la del día era una cinta con Marilyn  Monroe (actriz de una vida personal muy interesante pero en cuanto a la actuación, aparte de su belleza, dejó mucho que desear gracias a su voz terrible y fañosa a propósito, su fama de olvidar guiones durante los rodajes y esa habilidad de sacar lo más sensual de su figura que a mi modo de ver terminaba opacando el perfil psicológico de los personajes que interpretaba. Recuerden que nunca se despeinaba  -cuando Vivien Leigth rompió con eso a finales de los treinta con la célebre Scarlet O’ hara en Lo que el viento se llevó-, siempre iba impecablemente maquillada aunque acabase de despertar. Le importó brillar en el sentido físico y por eso no le imprimía personalidad propia a ningún personaje, o a casi ninguno) y un Richard Sherman, a quien nunca oí mencionar hasta ese día. Pero era una de esas tardes en las que prefiero alejarme de la mierda y por eso me introduje en la oscura sala de mi cine favorito. Ocupé uno de los asientos de la fila central y armado de un paquete de maníes suspiré, dispuesto a resignarme. O eso creí.

martes, 10 de enero de 2012

Uno de mis cuentos


A la sombra de los pasteles
Por Frank D. Frias 

Finalmente decidí apartarme convencido que no podría excitarla en toda la noche. Me alejé lleno de sudor y fui hasta la ventana en busca de aire; pero estaba trabada y por más que jalé no la abrí; y en el cristal, mi reflejo apareció tan convencido como yo, de que sólo un imbécil, que nunca había logrado llevar a la cama a una mujer en treinta años, creía poder elevar a un orgasmo a cualquiera en una habitación llena de instrumentos, cortinas y sábanas verdes.
Dejé el cuarto y salí a la calle sin alejarme demasiado. Encendí un cigarro y subí la cremallera hasta el cuello. El frente frío llevaba dos días en la ciudad y las nubes rojas no daban paso a la luna y sí a unas cuantas gotas que ya caían y por eso, decidí entrar de nuevo y me paré frente a ella. Le di una chupada al cigarro sin dejar de mirarla. Allí seguía acostada, sin moverse. Me pregunté cuan enfadada podría estar por no sentir nada durante nuestro encuentro. Otra chupada al cigarro y entendí que no había forma de que estuviera molesta.
 
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