martes, 10 de enero de 2012

Uno de mis cuentos


A la sombra de los pasteles
Por Frank D. Frias 

Finalmente decidí apartarme convencido que no podría excitarla en toda la noche. Me alejé lleno de sudor y fui hasta la ventana en busca de aire; pero estaba trabada y por más que jalé no la abrí; y en el cristal, mi reflejo apareció tan convencido como yo, de que sólo un imbécil, que nunca había logrado llevar a la cama a una mujer en treinta años, creía poder elevar a un orgasmo a cualquiera en una habitación llena de instrumentos, cortinas y sábanas verdes.
Dejé el cuarto y salí a la calle sin alejarme demasiado. Encendí un cigarro y subí la cremallera hasta el cuello. El frente frío llevaba dos días en la ciudad y las nubes rojas no daban paso a la luna y sí a unas cuantas gotas que ya caían y por eso, decidí entrar de nuevo y me paré frente a ella. Le di una chupada al cigarro sin dejar de mirarla. Allí seguía acostada, sin moverse. Me pregunté cuan enfadada podría estar por no sentir nada durante nuestro encuentro. Otra chupada al cigarro y entendí que no había forma de que estuviera molesta.
Le di dos patadas al aire acondicionado y no encendió, no encendería por un buen rato y ya en la mañana, el aire en ese local sería irrespirable. Por el momento yo sólo seguía parado allí, con mucho silencio y un rugir casi imperceptible de los truenos llegaba desde el horizonte. Ella continuaba sin moverse y mientras más la veía más ganas me entraban de abofetearla pero, a fin de cuentas, la muy perra no iría a ningún lugar. Y para calmar mis nervios abrí un libro que encontré olvidado por alguien junto al tanque de formol. Y consumí un cuento que hablaba de un escarabajo de oro y un muerto en una mata y muchas cuentas matemáticas, o algo así. Luego de arrojar el libro a la basura, me enganché la capa y antes de salir me volví hacia ella. Necesitaba un trago. Entonces salí a la calle y fui rumbo al bar El Estrés. Caminé por un buen rato. Arriba los cables del tendido eléctrico chocaban entre sí. Las chispas coloreaban la acera y los edificios. Parecía que todos se habían ido a la cama. Sólo viento en las cuadras, relámpagos, un perro ladrando en algún lugar.


Rompió el aguacero justo antes de llegar al bar. Entré empapado. Un rastro de agua quedaba a mis espaldas. En la barra quise lo más fuerte. Encendí un cigarro y esperé por el trago. El trago tenía un color amarillo y en cuanto bajó por mi garganta fue como… cabe citar que vi las estrellas. El cantinero río en silencio. Su maldita cara resaltaba a la luz de los relámpagos que se colaba por el vitral pagano que traía al demonio jalando a María del cabello. Le di una chupada al cigarro. Otro de lo mismo. Bajé el par de líneas y el alcohol me revolvió el centro de la tierra, y en cuanto abrí los ojos estaba a mi lado, pidiendo lo mismo que yo, un sujeto de traje raro y negro. Un bigote pequeño al igual que su boca, y grandes entradas en la cabeza. Sus ojos parecían vagar en el infierno, mas al fondo, había un no sé qué de la infancia, algo que me hizo invitarlo, el tipo aceptó. El tipo olía a opio por todos lados.

Hablábamos mucha mierda pasada la primera hora de alcohol y aguacero. Decidimos jugar al bombo de las desgracias. Empecé yo: Conocí una mujer que me pegaba con una manquera cada vez que le pedía permiso para jugar. Esa mujer era mi madre. El tipo me miró de reojo, luego bebió un chorro de lo mismo. Había una dama con una sonrisa y unos dientes perfectos. Y un hombre obsesionado con todo eso. Cuando ella murió, él sacó el cuerpo de la tumba y le quitó cada una de sus treinta y dos piezas blancas, las llevó consigo a su despacho. La dama se llamaba Berenice. Le di una chupada a mi cigarro. La mujer de la manguera, me veía llorar cada noche, y cada noche metía mi cabeza bajo un chorro de agua, hasta que dejara de llorar- reí a medias -. Cada noche brother - bajé un trago - cada noche. El tipo tomó aire. Su vista se fue más allá de la ventana, donde la lluvia. Hubo un hombre que enterró bajo su piso de tablas a otro hombre. En medio de las pesquisas policiales, el corazón del muerto, al parecer no tan muerto, comenzó a latir. El hombre, lleno de gritos, quitó una por una las tablas, todo delante de la policía. El sonido del corazón lo delató. Aunque hoy pienso que fue su conciencia. Lo miré con una sonrisa completa. El tipo descubrió algo en mis ojos que lo hizo detener el vaso con el

trago a mitad de camino. Yo, le dije a pocos centímetros de su cara, acabo de hacer algo peor de lo que has visto. Soy forense. Soy muchas cosas aparte de eso. Recibí un cuerpo hace un rato. Le hice lo que no harían los hombres de las mentiras que te inventas. El tipo sacó la navaja. Le metí mano a la botella. Nos miramos. No son mentiras. Miré cada paso que dio hasta sentir el portazo. El cantinero apareció frente a mí, pulía una copa. A veces, le dije, desperté en la madrugada. Algo había bajo la sábana, algo allí entre las piernas. Era una mano. Terminé el trago. La mano de mi madre.

Daba tumbos por la calle y la lluvia… la lluvia seguía ensañada con la ciudad. De vez en cuando miraba atrás. Me parecía que me seguían. Pero sólo encontraba viento, agua, oscuridad. Luego no recuerdo mucho. El alcohol hacía bien su trabajo y todas las entradas de edificio parecían camas de hotel. Subí los escalones de uno de ellos y me acomodé en un rincón. Decidí esperar a que pasara el mal tiempo en mi cabeza. Crecía el sonido de la lluvia a través de los ocujes. No recuerdo exactamente cuando vibró el timbre de la escuela. Los estudiantes desbocados por los escalones y yo, contento, porque era mi cumpleaños y las cosas podrían ser diferentes. Así lo creía mientras bajaba por la entre calle. Calle infestada de laureles y el viento los batía y los boliches, se estrellaban en la acera. Caminaba entre ellos. La brisa traía consigo un olor dulce escapado de algún lugar. Seguí el rastro con la nariz. Llegué a una puerta enorme de aldabas enormes y tiré fuerte. El eco deambuló en el corredor de la casa. Mi casa. Ella, más allá de la escalera de mármol que moría en el descanso del primer piso, tiró de la soga y la puerta se abrió. Subí sin dejar de repetir que alguien me iba a dar un día diferente. El olor dulce se trocó en pastel. Sí. Un pastel de cumpleaños. El horno vomitaba un calor que me inclinaba cada vez más hacia él. Hacia él pero, la mano de ella me detuvo. Alto ahí, mi pequeño bebé. Siéntate. Dijo que era un día especial, que sería diferente. Metió las manos en el horno y sacó el pastel. Clavó el cuchillo en la masa y luego trajo la rebanada hasta mi nariz. Feliz cumpleaños a ti. Feliz cumpleaños a ti. Feliz cumpleaños, bebito. Y llegó al final del himno sin dejar de mirar a mis ojos y con esa maldita cuña de harina frente a mi cara. Abre la boca. Cierra los ojos. Los cerré. Entonces el sabor no fue el que esperaba. Era frío y pegajoso y… Su lengua haciendo lo suyo, ora en mi cielo de la boca, ora entre mis dientes y mis labios ora al fondo, en mi garganta. La saliva y mi saliva mezcladas, y mis ganas de vomitar al frente y a los lados y a todas partes, apenas podía sostenerme. Ella con mi cara entre sus manos, apretando. Yo, inmóvil. Sin saber cuando acabaría aquella succión. La más larga o parecía la más larga de todos los tiempos. Aquel día, en ese momento, no paré de pedirle que no lo hiciera, algo así como No lo hagas, mamá, no lo hagas. Ya apenas podía respirar y lo visible se desvanecía menos esa lengua, allí, como al principio, de un lado a otro de mi cara. Así desperté. Con un perro sarnoso encima. Su lengua descañonándome la barbilla y los carrillos y todo lo demás. Hasta que lo agarré por el cuello y lo dejé al relieve en la pared. Descendí por los escalones y una vez en la acera miré hacia arriba. La maldita luna no aparecía por ningún lado. El clima de diciembre me restregaba el aliento a alcohol y a perro de la calle. Vomité allí, en la esquina. Vomité cinco o seis veces antes de llegar a la funeraria y encerrarme en el cuarto de autopsias.

Ella continuaba acostada en la mesa de metal. Con las piernas abiertas, aun la boca y los brazos. El olor era fuerte en el cuarto. Le di otras dos patadas al aire acondicionado. No funcionó. Una masa de carne- alguien que fue alguien -,  aplastada por un tren, y apostada al rincón a la espera de un giro en mi carácter, comenzaba a llenar el aire de un aroma dulce, como el de aquellos pasteles que me hacían comer en mis cumpleaños. El resto de los cadáveres se mantenían tranquilos, sin darme problemas. Luego encendí un cigarro y también la radio. Ella, inerte, con sus piernas que salían por los bordes de la sábana. Amenazante. Sugiriendo. La radio con un cuento que hablaba de un estúpido que perdió el juego por olvidar el gato dentro de la pared donde había enclaustrado a un tipo. La policía oyó al gato maullar. Los maullidos del gato en todas partes. Algo había olvidado. Algo que no recordaba. Le quité la sábana y la vi de arriba a abajo. Metí los dedos en su entrepiernas. No tardó en aparecer el condón. Largo y lleno de aquello. Entonces comencé a reír. Uno debió estar muy loco para hacerlo protegido.

El teléfono no paraba de sonar mientras nosotros lo hacíamos por segunda vez. Me enojaba que siguiera sin gemir. Ni un gas que soltara por allá o por acá. Y el mediocre timbre del teléfono volviéndome loco. La puse arriba y tampoco funcionó, en cuanto la soltaba se venía abajo y también se venía abajo lo mío. Finalmente descolgué y por el auricular salió un vómito de protestas: que dónde estaba, que unos cinco muertos esperaban por mí, que ha llamado diez veces la madre de la niña, que si había terminado con la niña. Colgué. Descubrí otras cosas olvidadas en el cuerpo. Le retiré la cinta y las hebillas, las medias con Winnie de Pooh. Dejé todo eso en el cajón. Le subí el volumen a la radio y agarré el escalpelo. Inmediatamente hice lo mío.

Pronto amanecería. Le daba las últimas puntadas al pie del cuello. Las gotas de sudor me dejaban de cinco en cinco. Le di un baño allí en la mesa y mandé a que avisaran a los familiares. Entró una tipa, creo que era la madre, me dio las gracias por todo. Luego vistió a la niña y le pintó los labios con un tono mate y bien suave. Volvió a darme las gracias, pero esta vez  lo hizo abrazada a mi cuello. Luego secó sus lágrimas y juntos vimos cómo dos hombres retiraban el ataúd con su mercancía. Supongo que los dos lo lamentamos. Ella se dispuso a seguirlos, aunque antes me dejó en la mano un billete de cincuenta. Gracias, repitió. Gracias por todo.

Me quité los guantes y la bata y me di una ducha en el cuartico de atrás. Faltaban unos minutos para que amaneciera. Me dispuse a salir a desayunar algo. Todavía esperaban por mí la masa de carne y tres cuerpos. Otra patada al aire acondicionado y funcionó. Ahora todos podrían esperarme hasta calmar los ruidos de mi estómago. Luego sentí una brisa a mi espalda. Giré sobre mis pies y me pareció ver a alguien en la ventana, algo imposible, por que la ventana se elevaba unos diez metros sobre la acera. Pero juraría que un tipo estuvo allí, quizá desde el principio. Salí en dos segundos a la calle. Lo busqué con la mirada. Era una amanecer de nubes bajas y humedad. La gente seguía en las camas. Sólo un tipo atravesaba el parque, con prisa. Miraba atrás. Miraba hacia mí. Traté de alcanzarlo. Era el tipo del traje raro y el bigote pequeño. Cada vez había más distancia entre nosotros. Me detuve en una esquina, sofocado. La última vez que lo vi apuntaba algo en su cuaderno. Después, desapareció.

La cafetería estaba a unos cien metros. Fui por un jugo. Antes me paró la luz verde del semáforo. Un ciego vino a mi lado. Le tomé el brazo. Esperamos por la roja como un par de imbéciles. Luego cruzamos. Me dio las gracias. Lo vi alejarse con su bastón. Entonces pedí el jugo y miré afuera, a través de los cristales. Las nubes seguían bajas. Parecían envolver a la ciudad en un mar de natilla fermentada.



0 comentarios:

Publicar un comentario

 
Web Analytics