Por Anisley Miraz
Lladosa
(Stairway to heaven. LED ZEPPELIN)
Lo surreal y
-como enuncian las palabras de contracubierta- una profunda
cotidianidad, convergen en este personaje y lo impulsan a buscar alicientes
para hacer menos hostil su realidad. Y -entre beber sus oportunos diez (¿solo
diez?) tragos de ron que lo convierten, sin dudas, en un desenfadado ser
social- y promover debates acerca de la cultura universal; busca hacer algo auténtico
y trascendente (como una acción contra la regencia del país), que repercuta más
allá de las fronteras humanas y de ciertos convencionalismos, algo que al mismo
tiempo pueda ser tan simple… pero hay que mirar
siempre hacia arriba, clavar los ojos al cielo.
Después de
probar suerte en varios trabajos, en los que no encuentra la respuesta
económica ni espiritual a sus tangibles necesidades, Marcos decide aventurarse
a conocer a los líderes de “La Columna” y tratar de convencerlos de que sus
propios principios son válidos y tan irracionales como supuestamente debe ser
todo principio. Sus nociones del mundo y la literatura, le hacen deducir la
contraseña de entrada que no es más que el título de una novela de Oscar Wilde.
Entonces logra alistarse a las filas de La Columna: un grupo de hombres
reunidos (no así unidos) para repartirse tareas, zonas y funciones que no solo
beneficien a la retórica o a la poética, sino a la propia existencia bajo un
gobierno paradójico -faena, por cierto, muy bien sufragada; pero con
algunos inconvenientes como el pesado deber del sacrificio o el hecho de tener
que nadar “contra corriente” la mayor parte del tiempo-. Resulta interesante
que a estos individuos, dentro de su cofradía -y para ejecutar a cabalidad sus
estrategias y tácticas-, les sean designados nombres de colores: Sr Blanco, Sr
Amarillo, Sr Azul, Sr Gris, Sr Rosado y Sra Malva. Marcos fue “bautizado” como
el Sr Negro. En este contexto conoce a La Rusa, con quien empieza a compartir
además de un sexo sin muchas expectativas, -a mi modo de ver- además del
hambre, el alcohol y el cine; el estigma de las luchas sociales, el amor por la
literatura y la complicidad en recurrir a ese bar donde se imparten charlas
sobre la influencia del neorrealismo italiano y el cine soviético en la
cinematografía nacional, sobre autores como Voltaire, sobre la revolución
Francesa y los principios de libertad, igualdad y fraternidad.
A lo largo
de su trama, Yonnier Torres se preocupa -con sorprendente naturalidad- por
comparar valoraciones y conceptos, jugar con la censura, autocensura, y una
especie de contracensura que marca a las sociedades ¿como la nuestra? Inquietud
de establecer un orden prioritario e ideo-estético entre autores de la talla de
Dostoievski y Bulgákov, se refleja en Clavar los ojos al cielo, así como
referencias a esos también grandes de las letras que han sido: Standhal,
Cortázar, Borges, Bolaño, Voltaire, Zolá, Lezama…
Gracias a
los recursos lingüísticos que esgrime Yonnier, con total destreza, y a su
manera de narrar que aúna lo anecdótico y lo onírico, lo surreal con la más
auténtica posmodernidad de la sociedad ¿habanera?, la situación cultural
existente con la pretendida; lo mismo vamos a encontrar a un camarero-promotor
de los valores de la cultura general, a un grupúsculo que recuerda a una
pequeña mafia en el seno del cual nacen esas arriesgadas ideas de “hacer algo”;
que escuchar las melodías de Red Hot Chili Peper, Pearl Jam, Kansas, Tracy
Chapman, los Rollings Stones, The Doors, Queen, Nirvana, Wind and Fire, y hasta
de Los Zafiros y Bola de Nieve. O ver saltar a los conejitos vomitados o
participar de una cena a base de sopa de coles y te amargo. Seremos, de
cualquier modo, testigos de estos dos personajes en su lucha por la
supervivencia, de sus contrastes y sueños, de sus ansias de mirar siempre hacia
arriba y sus incentivos por mantenerse lúcidos. No está ausente la sátira: un
sarcasmo frío -equivalente al término fresco, no calculado- se manifiesta a
través de innovadas situaciones como la que se nos revela en la ermita
descubierta, a donde los hijos del bodeguero acuden a meditar en la semana de
receso docente o cuando Marcos y La Rusa continúan pegando los labios en el
cristal de la botella vacía, igual a Gargantúa y
Pantagruel después de haber echado por la borda una veintena de ovejas blancas.
O en la misma referencia de ese bar en el que se realizan actividades con
buena música y la presencia de conferencistas de primer nivel, importantes
catedráticos y el propio Ministro de Cultura. O cuando Marcos se hace pasar
absurdamente por Jhon Lennon y tiene que sobrellevar parlamentos con unos
cuantos hippies jóvenes que siguen al “soñador” por excelencia (que de igual
modo no es el único) O cuando a él y a La Rusa les dio por tramar nuevos
ardides para sobrevivir, como aquel posible negocio con un gato parecido al de
El Maestro y Margarita, hallado durante sus entrenamientos por la ciudad…
Es una
novela llena de intertextualidades y referentes, tal el caso de Quentin
Tarantino; una novela que nos revela a un narrador-psicólogo que recrea
escenarios y personajes sin aspavientos dramatúrgicos; una novela que no habla
del amor, sino tal vez y sin proponérselo el autor, de la necesidad de este.
Miremos pues
al cielo, trepemos por esa escalera mágica, a lo Led Zeppelin. Allá arriba,
quizás, podamos encontrar lo que necesitamos. ¿Habrá también tigres? ¿Y
botellas?
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