viernes, 30 de marzo de 2012

Después del aguacero

por Frank David

No eran los noventa años ni todo lo que ello implica, es decir: más sabe el diablo por viejo… Era, un silencio en la mirada que se proyectaba al piso y sólo de vez en cuando la levantaba para mover los labios Agua, por favor, un vaso de agua. No era, lo que me molestaba, verme recorrer el pasillo con la copa y la jarra y deseando, siempre, que acabase de brincar el muro que aún se alarga por Zapata, y se fuera a inhalar el pastel de fosas y gusanos y cucarachas, el maldito postre grajeado de osamentas. Era, además del silencio en la expresión, una baba estirada del mentón a la silla, un olor a orine y a mierda y a escara.


Hace dos horas o más que el cielo se cargó de nubes. Por duro que sea el contén no hallo un lugar donde ir. Ni la respuesta al hecho de encontrarme en el cementerio. La cripta de los Estorni a la izquierda. No la miro. Hace un rato decidí no dejar mis ojos en ella. En ella allá abajo en el hueco riendo, con esa expresión que no alcanzo a descifrar, con esa mirada que aún me parece llevarla entre los pies, como un nudo marinero.

Primer día. El sofá bien duro. Todo parecía duro: los cuadros (imitaciones de Monet con huellas de la peste, escarlatina, dengue). El falso techo (siglo diecinueve, barroco, con olor a Londres, después del bombardeo) vomitaba una brisa que venía a espesar el centro de mi tierra. Duro, se erigía al final del pasillo, el árbol genealógico y con fotos de la familia, con su cartel- LOS ESTORNI- como un campo inaccesible. Necesito que me cuiden. Dijo y se llevó el pañuelo hasta la baba en sus comisuras. Me acomodé en el sofá, si es que se podía. Ella necesitaba un compañero, alguien que se ocupase de las cosas en la casa. Además, desde su silla de ruedas Todo se vuelve insoportable, por eso
necesito que me cuiden. Bien, ¿cuando empiezo? Hoy. Y me enseñó el resto de la casa.

Agarré el plumero y le di a los estantes y una nube de polvo me envolvió. También le di al piso unos cinco o seis cubos de agua y mucha escoba y haragán. La vieja Estorni allí en su posición. La baba de arriba a abajo. La mirada. Esa mirada que a veces moría en mí. Me senté y con una libreta como abanico le propuse una pausa al calor. No aceptó. Nada me aceptaba en aquella casa. Ni siquiera el viejo Rafael, que sólo se movía en el sofá para clavar las uñas en la tela, y para lamerse las patas y luego cerraba los ojos, dormía todo el tiempo. ¿Acaso habrá sospechado algo esa vieja el día que supo por boca del medicucho que duraría unos años más, que fui yo quien más tarde lanzó al viejo Rafael por el balcón? Cinco veces tuve que lanzar el gato. Cinco veces. Nadie
merece un gato, nadie merece vivir cinco años si no va a dejar la silla de ruedas. Entonces regresé a la sala y lo dejé en el sofá. Antes le quité la sangre de la boca. Luego encendí la radio y me puse a cantar mientras fregaba los platos.
Quiero ver mi gato. Dijo esa tarde. La llevé hasta la sala y se quedó inmóvil. Con ese silencio en la mirada. Se murió. Fue lo último que dijo. Acostada en la cama pidió sus papeles. Se los di, y antes de cerrar la puerta para irme a descansar, la vi enfrentada al testamento. Con bolígrafo en mano y sin ningún cambio en la expresión. ¿Qué hago con el gato? Entiérrelo, y cierre la puerta. Lo boté a la basura y compré una pizza. Comí toda mi pizza al pie de un álamo. Ella arreglaba el testamento. Yo soñaba, soñaba con las manos llenas de grasa. Terminé mi refresco, despacio. Limpié mi boca con el dorso de la mano y fui directo al trabajo. Ya con el haragán hice lo mío convencida, aunque esos programas de CSI seguían en mi cabeza, de que alguna forma habría de ser feliz; aún me sobraba una vieja y el temor a volver al albergue.

El contén sigue durísimo y mis nalgas no aguantan más. Yo entera no aguanto mucho más. Los totíes picotean la grava que abunda en los alrededores del panteón. Picotean la tumba de los Estorni como si quisieran desprender del mármol todas las inscripciones, y además avasallan los barrotes y el vitral con la virgen. Aunque apenas consiguen que María se inmute allí entre nubes y  querubines. Los querubines le abrazan los pies, le suplican. La virgen mantiene la mirada en mí. Nunca logro entender porque hay gente que suplica para que le den lo suyo. Pensaba aquella tarde mientras llovía. La lluvia se pegaba al vitral y parecía que la virgen lloraba. La vieja en la silla. Dormida. Yo con los ojos apostados a los ojos de María. María con la vista empeñada al árbol genealógico esbozado con fotos de la familia. LA SANGRE NO ES DILUIBLE. Se Leía al pie de la enramada de caras desde el siglo diecisiete hasta el veintiuno. Las malditas caras mirándome. Unas con sus bigotes trenzados en la punta y alargados, y sus monoculares. Esos abanicos por delante del escote y los bucles. Todos muertos. Lo mismo en sus camas que en los sillones donde leían el Boletín Habanero. Allí los jodidos cadáveres con cintas y levitas y laca en el cabello, mucha laca para sacar el brillo y también una niña: la infanta Alejandra, que pudo ser años después como esta vieja llena de piel colgada de los huesos. LA SANGRE NO ES DILUIBLE. Pero la infanta fue modelo de su muerte en el álbum de familia. ¿Qué clase de sociedad retrata a sus muertos y los cuelga en la pared? LOS ESTORNI. A veces te condenan desde que naces, basta con que te enganchen un nombre o un apellido inapropiado. Todo empezó cuando tú engañaste a pepito y arrojaste, nueve meses después, al psiquiátrico de la túnica y la barba. Nadie conoce a nadie, ¿eh? virgencita infiel. Tuvieron que pasar treinta y tres años. Bueno, eso dice la historia, que es otra desquiciada. María, no llores más. Yo conocí a los míos desde que nací.

Le di con el trapo al vitral. De arriba a abajo. Era como si a mi espalda, una legión de zombis estuviese lista para caer sobre mí. La SANGRE no se DILUYE. ¿Qué coño significaba? Toda la familia muerta. Allí. Desde el diecisiete hasta el veintiuno.

El médico tuvo razón. Cuatro años aguantaste en este mundo. Ahí. Aferrada a la ubre. Y yo con el trapeador. De un lado a otro del pasillo. Cuatro años, me decía el almanaque aquella tarde, es decir, ayer. Entonces una tos recorrió los cuartos. Una tos larga y desorientada. Una tos llena de adjetivos. Guardé el cubo y tendí la frazada en el patio. El olor a lluvia por todos lados. Viento. El cielo negro y lleno de auras. Me senté en la banqueta. Siempre me gustó el tiempo así. Lo admiré, mientras tú te quejabas Agua, por favor, un vaso de agua. Pasaron diez minutos. La tos no paraba. Bien, veamos que tiene la abuela. Entré al cuarto, ahí estabas, retorcida en la cama. La dentadura postiza fue a dar contra la cómoda. La tos similar a una ráfaga de viento, el viento afuera dándole a los álamos y al sonajero. Me encantan los sonajeros. Tú, allí, con la mirada. Ese silencio en la mirada. El nudo marinero. Me senté al pie de la cama. ¿Recuerdas? Sonreí mientras la tos y los pulmones hacían lo suyo. Todos hacían lo suyo: la lluvia, el viento, los álamos, tu mirada. Como una puta te revolcabas en la cama, ¿recuerdas? Disfruté verte encogida o estirada, según los golpes en los pulmones. Y tus manos apretando el cuello. ¿Te ahogabas?

Casi alcanzas el teléfono. Pudiste gritar al auricular Medicucho, me ahogo, medicucho venga rápido, lo más rápido que pueda medicucho estafador. No fue, no, no mientras yo siguiese trayendo hacia mí el teléfono, por el cable, lentamente, siempre hacia mí. Tu cara se volvió frambuesa. Entonces retiraste las manos del cuello. La respiración se hizo lenta. Tus ojos pequeños; y sin dejar de mirarme, esbozaste una sonrisa. Moriste con la maldita sonrisa en los labios. Lo último que pensé fue en el testamento, y el color que le daría a la casa, y en volver tu cuarto un cuarto de desahogo.

Rompe el aguacero y el agua corre calle abajo por el cementerio. Me incorporo y entro a la cripta y escupo en tu retrato y en cada letra que conforma el apellido Estorni. Me acuclillo y orino encima de la tapia, escurro, hasta la última gota. El orine se desliza por el mármol y baja cada escalón y se mezcla en el bache con el agua del aguacero. El cabello se me pega a la frente mientras camino bajo la lluvia. La tinta del delineador baja por mi cara. Me detengo en la parada y espero la guagua. Miro a la distancia. No esperé volver a ver esa ciento setenta y cuatro. La abordo. Aprieto la cara y quizá domine el pasillo, la peste y los empujones, el tipo pegado con eso duro, los vómitos de palabras cochinas al oído. Sí, quizá sea como antes pero no lo es. El sol aparece de repente, es sin dudas una maldita burla.

La distancia se traga a la guagua y ya está, omnipresente, el hogar. Todo exactamente como antes. La risa de alguien. La burla. No alcanzo a ver quién se atreve a reírse y continúo por el pasillo. El ruido de los cubiertos. Las puertas
abiertas y las mujeres casi desnudas y sudadas y con rulos. Nadie habla en voz baja. Los niños, en manadas, atraviesan el corredor con las chivichanas y los duro fríos. El corredor y su ambiente azul por el humo de los cigarros. El olor a marihuana. Los mosquitos. El techo desnudo y las cabillas colgadas, listas para caer y perforarte la cabeza. Entro a mi cuarto y el vaho de cuatro años me atrapa y casi me lleva al piso. Ya sin ropa abro la ventana. Ningún sobre bajo la puerta. Ninguna carta de vivienda. Enciendo el ventilador y suelta chispas y un vómito de aceite. El calor sigue con su mandarria por todo mi cuerpo y me castiga hasta que no aguanto más. Llego al fregadero, abro la pila, el agua sale amarilla y con olor a herrumbre y tengo que esperar. Pasan dos minutos. Ahora despide agua limpia y meto la cabeza bajo el chorro y me detengo, me detendré varios minutos viendo correr el agua que se liga con el sudor en mi cabello y corre además la vida, se va entera por el tragante.

Intento dormir. Los niños siguen con las chivichanas a lo largo del pasillo. Le sacan un ruido a las cajas de bolas contra las baldosas que me eriza y… Llego  al balcón. La ciudad escupe una sirena de carro de bomberos o patrullas en la distancia. Nada más. El resto es calor llenando el cuerpo y pronto no habrá espacio y la explosión será…, como la bronca de los niños que dejan las chivichanas y salen al portal. Persiguen a la niña más pequeña. Se trata de un gato. Ella encontró un gato y pretende no compartirlo; pero la tiran al suelo y la niña llora. El mayor de los niños retiene al animal y sonríe. Bajo por los escalones. Entro a mi cuarto. Agarro el cuchillo de picar el pan, no, el de picar la carne. Busco por el pasillo a los niños. Los encuentro en la cocina con la cuchara y dándole a la mezcla de leche en polvo y agua. El gato sigue entre las manos del mayor de ellos. Me siento con el cuchillo oculto en el bolsillo de la saya. Espero. La niña continúa con el llanto en el portal. Lloraba en el portal hace ocho años. Nadie me escuchaba. Ni mis padres, aplastados por la casa. Ni mi viejo Napoleón que había maullado unos minutos antes. Ni los bomberos que acudían al derrumbe con picos y palas. También había un sol después del aguacero. El buen policía me dio la muñeca rescatada de los escombros. A la muñeca le faltaban los ojos, el vestido y el cabello traían mucho polvo, había mucho polvo donde antes estuvo mi casa; pero no más, las niñas no deberían llorar. Nadie debería quitarle nada a las niñas. Aprieto el mango del cuchillo. Los niños toman la leche. Luego dormirán. Segura estoy de eso. El gato dará vueltas por ahí. Yo lo esperaré. Mi mano firme. Espero. Apoyo la espalda en la silla. No aparto la vista del animal. Estará solo. Espero. Esperaré el tiempo preciso.       


     

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