Por Frank D. Frías
Recientemente pasaron en el cine Charles Chaplin un ciclo de películas de las décadas de los cincuentas y los sesentas. Me llegué y al dar con la cartelera estuve un tanto escéptico al ver que la del día era una cinta con Marilyn Monroe (actriz de una vida personal muy interesante pero en cuanto a la actuación, aparte de su belleza, dejó mucho que desear gracias a su voz terrible y fañosa a propósito, su fama de olvidar guiones durante los rodajes y esa habilidad de sacar lo más sensual de su figura que a mi modo de ver terminaba opacando el perfil psicológico de los personajes que interpretaba. Recuerden que nunca se despeinaba -cuando Vivien Leigth rompió con eso a finales de los treinta con la célebre Scarlet O’ hara en Lo que el viento se llevó-, siempre iba impecablemente maquillada aunque acabase de despertar. Le importó brillar en el sentido físico y por eso no le imprimía personalidad propia a ningún personaje, o a casi ninguno) y un Richard Sherman, a quien nunca oí mencionar hasta ese día. Pero era una de esas tardes en las que prefiero alejarme de la mierda y por eso me introduje en la oscura sala de mi cine favorito. Ocupé uno de los asientos de la fila central y armado de un paquete de maníes suspiré, dispuesto a resignarme. O eso creí.